Cosmovisiones : PANTA REI

14 septiembre 2009

Cosmovisiones

Sentados en la baranda hablábamos reposadamente de las distintas visiones de la muerte existentes en Angola. Tras llegar a su casa, el compañero Batuque nos recibía por segundo día consecutivo en el abarrotado patio trasero. El entierro de su pequeña había sido tan sólo unas horas atrás.

El ritual era el siguiente. Entre idas y venidas atendiendo a las necesidades de los asistentes al óbito, él iba sentándose y conversando con cada uno de los grupos formados a lo ancho del patio. A nosotros (a Daniel, a Marcelino y a mí) nos hacía un pequeño briefing de la velada, un pequeño programa del entierro. Para un extraño en la materia como yo (un blanquito, un pula, el único allí) la explicación le sonaba a revelación, como parte de un lección de antropología, mientras que a Daniel y a Marcelino (ambos Angolanos, aunque de la etnia Nyanyeca-Humbi y no de la Ovimbundu, como Batuque) era un refresco para la memoria, una actualización.

Nosotros allí en Benguela, nosotros los Ovimbundu, conmemoramos al difunto durante siete días, hasta llegar de nuevo a la fecha en que nuestro ser querido nos dejó. Sólo al octavo día la gente vuelve para sus casas. Todo inicia con la difusión de la noticia. Desde ahí, las personas se movilizan para llegar hasta la casa del difunto. Hay gente que viene de Luanda, otros de Benguela, otros de Huambo y Bié y muchos más de la casa de al lado o del pueblo vecino. La gente puede tardar hasta tres días en llegar y es precisamente por eso que el óbito dura siete días, pues todos tienen que poder llegar a tiempo.

Ayer por la tarde, unas horas después del fallecimiento, veíamos llegar a los primeros allegados. Mientras, en el patio de la casa todo estaba ya preparado para acoger a los recién llegados. Grandes troncos de madera empezaban a arder en una hoguera, y lo seguirían haciendo hasta justo el último día del óbito. Una ristra de bancos (por su forma, seguramente prestados por la parroquia) se alineaban cerca del fuego, preparados para acomodar a las personas. Por una ventana abierta salían los cantos de las mujeres velando el cuerpo. La caja abierta con el cuerpo se pone siempre encima de la mesa de la sala, me dice Daniel. Un grupo de mujeres molían maíz para hacer fungi y azuzaban el fuego, preparando el avituallamiento para el personal. Grandes ollas esperaban cerca de la lumbre. Tío Batuque, tenemos que ir a recoger una olla a casa de la tía, le decía una sobrina. Yo tengo el coche ahí fuera si necesitas un apoyo, contesté yo. Al minuto, salía en dirección a la plaza del pueblo con el coche cargado con diez personas más, además de mí. Aunque no sabía de dónde habían salido todas ellas (pues juraría que en el óbito aun no tenía tanta gente), había cometido el error de no recordar que aquí en Angola cuando hay boleia te salen amigos por todas partes. Fue así que llegamos a la plaza y todos se bajaron para perderse entre los callejones del barrio. Al rato volvieron las dos sobrinas con la grande olla y nos dirigimos de nuevo hacia el óbito.

Un altavoz del tamaño de una lavadora (cosa más que común por aquí, pues un buen y potente altavoz nunca falta en ningún evento que se precie) se encontraba a la entrada de la casa. Le pregunté medio en broma si es que iban a poner Kizomba. Batuque me explicó que antiguamente eran las mujeres que cantaban músicas religiosas durante toda la noche, pero que con los nuevos tiempos es más cómodo poner un CD (una verdad aplastante, por otra parte). Las ollas empezaban a hervir, mientras, los asistentes iban llegando. Ataviados con chaquetas y ropa de abrigo, traían sus mochilas con mantas y todo lo necesario para pasar la noche en aquel frío patio a cielo abierto y, muchos de ellos, también los abrasadores días. El patio de la casa se preparaba para convertirse en campamento temporal. Siempre que en las comunidades donde trabajamos miraba extrañado a gente que cargaban con bolsas y mochilas, Daniel me decía que iban para un óbito. Y yo no acababa de entender cómo él conseguía distinguir entre los que iban al óbito y las que iban, no sé, a la plaza a comprar o a la ciudad. Ayer por la tarde lo confirmé, pero aun así supongo que existe un cierto patrón, que aun no he conseguido descubrir, para saber los destinos de esas personas. No había niños por ningún lado. Normalmente los niños son “transferidos” hacia casas de familiares o amigos, me aclaraban.

Hoy, acababa de llegar un grupo de familiares de Luanda. Tengo un equipo de familiares que están discutiendo sobre la organización del óbito, nos decía Batuque. Me atrevo a decir que la cuestión del protocolo y del respeto por las tradiciones y la cultura son de tanta importancia para organizar un “buen óbito”, que por eso tiene comité organizador. Bueno, y porque la organización logística para alimentar y acoger a esa alargada y casi inacabable “familia extendida” africana no es nada fácil, ni económicamente ni logísticamente. Esa es una de las razones por las que sólo entrar en la casa, el allegado tiene un cuaderno en el que escribir cuál ha sido su contribución al evento: 500 Kwanzas, un Kg. de azúcar, un saco de 25 Kgs de maíz, un litro de aceite, un saco de patatas etc.

Al hilo de lo que iba diciendo, realmente existen “buenos” y “malos” óbitos, pues ésta es una ocasión especial en la que se puede comer y beber “por la cara” durante una semana. Y no es exageración ni escarnio. Hay que pensar que, sobre todo en las zonas rurales, la gente muchas veces sólo hace una comida al día, y que cuando llegan a un óbito tienen hasta tres, sin que eso pueda usarse como motivo de recriminación, pues es una obligación de la familia anfitriona. Así, en todas las conversas de pasillo por aquí, uno siempre oye algún comentario del óbito de fulanito o de menganito, que si faltaba fungi, que si no había sitio para descansar, que si no había bebida… Así, el óbito es realmente un rito fatigante desde el punto de vista organizativo, a lo que se le ha de sumar la fatiga mental, emocional y espiritual.

Hay que decir que el óbito está más concurrido durante la noche que durante el día, pues la mayor parte de las personas venidas de las cercanías vuelve a sus quehaceres cotidianos tan pronto amanece. Todos menos la familia directa, pues si alguno de ellos abandonara el óbito para ir a trabajar (ya sea en su huerta, como en cualquier otra actividad) automáticamente comenzarían los rumores de que está maldecido (está enfeitiçado) y cosas muy malas le van a ocurrir.

Nos explicaba Batuque que a partir del tercer día acaba el lloro y comienza la celebración, cuya transición se hace con una gran comida. A partir de entonces, se canta, se baila y se anima al espíritu: se olvida la pena. Y es que al final de cuentas, el óbito no es más que una forma de no dejar nunca sola a la familia, de tener movimiento en la casa para no sentir el vacío dejado por el difunto. Cualquiera concordará conmigo en que el objetivo realmente se consigue, y con creces.

La celebración continúa hasta el séptimo y último día. En ese día, se conmemora al difunto de forma más intensa. Por norma, el rito presupone que se recuerde aquella que era la actividad que éste desempeñaba en su vida diaria. Si era agricultor (como ocurre en la mayoría de los casos), entonces la familia tiene que ir hasta su campo y recoger una muestra de lo que cultivaba (maíz, calabaza, sorgo, etc.) para compartirla con todos los asistentes. Si, por ejemplo, el fallecido era ganadero, entonces se mata una cabeza o las que haga falta. En los casos en que el fallecido es un Soba (un líder tradicional) se llegan a matar hasta diez cabezas de ganado y el óbito dura hasta tres semanas, durante las cuales siempre hay gente entrando y saliendo de la casa. Si, como en este caso, fuera un niño simplemente se preparaba una comida, sin más.

Es al final del séptimo día cuando los familiares más allegados realizan el rito de la komba, término umbundu que quiere decir barrer. El punto culminante del óbito es éste, cuando se barren las cenizas del fuego que ardió durante toda la semana y que dio calor a los más allegados, el fuego con el que se cocinó y se dio de comer a todos los asistentes. Se barren las cenizas y se apaga el fuego. La pena que duró tres días se ha dejado de lado tras otros cuatro días de celebración.

Nos explicaba Daniel que en la zona de la Lunda Norte (que hace frontera con la R.D. del Congo), antiguamente existía una tradición un tanto particular entre las etnias Nganguela y Kikongo a la hora del anuncio de la muerte de una mujer. Cuando moría la mujer, el marido tenía que ir a anunciarlo a casa de la familia de ella. Lo curioso era que el anuncio tenía que hacerse desde el punto más alto que se encontrara cerca de la casa. Un árbol podía ser más que válido, un montículo o un tejado aceptables. Tras gritar la mala noticia, automáticamente la familia de la mujer salía como una barahúnda detrás del afligido marido, le daban caza hasta alcanzarlo y, si eso ocurría, se enzarzaban en una lucha con él y con su familia (que normalmente se encontraban cerca dando “cobertura” al hombre, en previsión del inevitable desenlace). Esa ira venía provocada por la creencia de que algun feitiço o alguna cosa malvada había tenido que hacer el marido para permitir que su mujer muriera antes que él. La lógica de esta creencia es bien simple: en la cultura africana es muy común que a la hora de dormir el marido sea siempre el que duerme más cerca de la puerta, mientras que la mujer duerme entre el marido y la pared, teniendo al hombre como parapeto. La lógica es bien funcional, pues en términos de seguridad el marido es el protector y la mujer la protegida si alguien, o algo, entrara por la puerta. Desde ese punto de vista, la familia de la malograda se preguntaba cómo podía ser que, si el marido realmente dormía entre la puerta y la mujer, la enfermedad o el feitiço pudieran haber entrado en la casa, hubieran saltado al marido sin hacerle nada (cosa más que improbable, pues lo más lógico es que la enfermedad y el feitiço ataquen antes al primero que se encuentran, que es el marido, y no tener que continuar hasta la mujer que yace plácidamente resguardada cerca de la pared). Siendo así, el marido habría incurrido en un grave error dejando desprotegida a la difunta (pues seguramente, pensaba la familia de la víctima, éste estaba fuera de casa aquella noche, en casa de la otra mujer e incumpliendo con sus responsabilidades conyugales) y teniendo que asumir su culpa a base de mamporros. Afortunadamente, pasada la confusión inicial, comenzaban los preparativos para el óbito.


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