Ventana a la locuraTres Sombras : PANTA REI

29 mayo 2008

Ventana a la locura

Cuando Paco picó a mi puerta de madrugada hacía ya un buen rato que las sábanas se me habían pegado. Al salir de la habitación él ya estaba preparado para el gran viaje: su hatillo en una mano y una gallina en la otra. Yo por mi parte iba pertrechado con mis dos maletas y mi mochila. De repente, Paco se puso algo filosófico y me dijo algo que le había oído decir una vez, me explicó, a un Macaco de ciudad:

- Mira R., yo con la mano levantá al pasado le digo adiós y el futuro que vendrá dicen que pende de un hilo y el presente aquí contigo, mano a mano, oye mi hermano disfruta el camino.

Joder con el Paco, menudo sabio estaba hecho. No en vano llevaba más de cuarenta años realizando ese viaje, del pueblo a la gran ciudad. Así que subimos al carro y nos adormecimos. Diez horas más tarde Paquito y un servidor despertamos a un mundo nuevo. El fresco del atardecer había dejado paso a un calor pegajoso y pesado. Entrábamos en la ciudad.

Luanda es agresiva y hostil, no se puede confiar en ella ni por un minuto. Se podría llegar a pensar que es como cualquier otra gran ciudad, pero bastan unos pocos minutos en ella para descartar esa posibilidad. La improvisación te sorprende a cada momento. El ingenio llega a niveles a veces incluso divertidos, cualquier cosa es susceptible de ser vendida de la forma más original e inverosímil. El caos reina en todas y cada una de sus esquinas y rincones, en avenidas y callejones, se adueña de sus habitantes y se transmite como un virus. Luanda te chupa la energía poco a poco, en una carrera de fondo que está segura de acabar ganando sea cual sea la resistencia de su oponente. Todo cuesta ocho veces más en esta ciudad: más esfuerzo, más tiempo y más dinero.

En esta ciudad uno se pasa un tercio de su vida dentro de un coche. Este monstruo simplemente no es capaz de absorber todos los vehículos que se hacinan en absolutamente todos sus espacios libres. El río de coches te arrastra y no te queda otra opción que dejarte llevar a donde quiera. Las calles se bloquean desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, de lunes a domingo. Lo peor de todo es que no hay forma de luchar contra ello. Un error de cálculo al elegir un callejón o un despiste al cambiar de carril puede dejarte inmovilizado por más de cuarenta y cinco minutos. Entre los coches parados se deslizan escaparates móviles con todo tipo de quincalla. Uno puede comprar desde una lámpara hasta una cámara de fotos en menos de cinco segundos y, lo mejor de todo, sin levantarse de su asiento. De repente y sin avisar cualquier senda puede convertirse en autopista. Detrás del primer atrevido se van a arremolinar cientos de carros buscando la misma salida. Al final, no hay escapatoria. Sólo queda acomodarse y dejarse sorprender una y otra vez por el inabarcable descontrol.

Entre barrios de zinc y Uralita, entre murallas de chatarra y escombros se levantan colosos diseñados por japoneses y construidos por chinos. Los rascacielos, sedes de la legión de transnacionales que operan en el país, se construyen en tiempo récord. Mientras estos suben como la espuma otros caen estrepitosamente, se derrumban con todos sus moradores dentro. Armazones de hormigón, que debían de haberse convertido en estandartes del afro estalinismo de los ochenta y que nunca se llegaron a terminar, cobijan a familias enteras en lofts improvisados hasta que la humedad pudre sus cimientos y los abate. Mientras que de los primeros salen bólidos en dirección a sus mansiones de lujo, levantadas junto a las chabolas, de los segundos salen miles de buscavidas. La brecha entre ricos y pobres ha alcanzado ya niveles nauseabundos. La pobreza se vuelve ofensiva en un lugar donde el dinero ha dejado de tener valor para una pequeña pero floreciente parte de su población. Frente a una ciudad que enseña sus colmillos, unos pocos se aíslan cada vez más en complejos residenciales y carros insonorizados, en fiestas con caviar y restaurantes con champagne francés. Otros muchos idean la forma de despertar de esta pesadilla. El dinero que les llueve a mansalva de diamantíferas y petroleras convierte a estos pocos en escaparates ambulantes. El resto sólo asiste al espectáculo y hace lo que puede para romper el cristal. Pero es un cristal blindado. Va a costar mucho de resquebrajar. Ahora bien, el día que consigan abrirle brecha algo gordo va a pasar. Quizá salgan a relucir las más de dos millones de armas que se calcula aun existen en el país y entonces alguien se rebele contra esta vergüenza.

Y en medio de todo este embrollo, ahí estaba él, el espléndido Don Paco Martínez Soria, preguntando a un vendedor de bombillas dónde podía encontrar la casa de su tía Engracia. Cómo decirle que esta Luanda de hoy nada tiene que ver con su Madrid de los cincuenta. Pobre Paco, en esta ciudad el timo de la estampita es un chiste comparado con los asaltos golpe de Kalashnikov a plena luz del día. Este Paco no está hecho para esta ciudad. Yo tampoco, pero dos meses pasan rápido.
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13 mayo 2008

Tres Sombras

Me sabía perseguido. Acelerando el paso intentaba despistar a ese aliento que ya sentía en mi pescuezo. Cuando decidí girarme, decidido a enfrentarlas y arriesgándome con ello a sufrir una de aquellas casualidades en la vida que cambian tu destino para siempre.

Allí estaban las tres. Sibilinas. Erguidas. Mirándome con sus rostros difuminados. Enhiestas ante mí, orgullosas de su sigilo y destreza.

Las tres sombras me penetraban, sus miradas escrutadoras intentaban averiguar algo de mí. Amenazantes. Se podría decir que su ambición no era para nada despreciable.

La noche era cerrada en Huambo. El silencio y unas pequeñas farolas en la calle llena de agujeros me habían desviado de mi camino, abocándome a un remolino de pensamientos. De esos que sólo se muestran cuando bien entrada la noche.

Pues cavilando iba acordándome yo de las cloacas de Barcelona. Aquel laberinto de galerías hedientas a las que bajabas de pequeño con alguna de aquellas excursiones del colegio, la utilidad de las cuales, por entonces, no alcanzabas a comprender.

Esas tumbas de excrementos, de ratas, de cadáveres en descomposición de gatos y perros, de todos aquellos desperdicios que la vecina del quinto –la del club de golf- hace desaparecer mágicamente por el retrete. ¡Zas! Magia postmoderna. Frías y húmedas. Mohosas y resbaladizas. Qué poco acogedoras son. Iba pensando yo.

Mientras sorteaba los agujeros sembrados en aquel suelo me invadía una especie de calor. Un cálido bienestar que olía a guayaba me envolvía. Caí entonces en la cuenta de que ese candor nacía bajo mis pies. Intenté imaginar el subsuelo que allí mismo yacía. Ahora comprendía. Ahí estaba la gran diferencia. En aquel subsuelo no existían aquellas cloacas que se habían grabado de pequeño en mi memoria. Era una superficie compacta pero blanda. Era roja y anegrada a la vez. Exigente. Sin embargo, te invitaba amablemente a acurrucarte en ella. A quedarte. Instalarte. Aquella tierra no aceptaba que la violaran con perforadoras grandes como camiones. Defendía su integridad a capa y espada. Gustaba de la sinceridad de las personas a las que sustentaba. Todos sus desperdicios corrían libres. Sin tapujos nombraban a sus creadores. Señalaban con el dedo a los culpables. Aquella madre no aceptaba la mentira.

De aquella contradicción geológica brotó en mí un sentimiento de grandísima estupidez. Me sentía ridículo, y sentía el ridículo de todos aquellos que como yo se deslizan sobre una tierra metálica. De aquellos que blindan con rejas unas líneas imaginarias convertidas en estandartes del bienestar de unos pocos, y que aspira a ser universal. Con una patada en el culo creen estar echando de sus dominios a unos ignorantes oportunistas y rapiñas. ¿Pero de verdad piensan que alguien quiere de verdad abandonar una tierra generosa y acogedora, maternal pero autoritaria, por otra fría y calculadora, profética pero aniquiladora?

Esa que abre sus puertas al reptil de más arriba, esa que le ofrece todo lo que tiene al recién llegado sin pedirle nada a cambio es maltratada y humillada. Cuándo abriremos los ojos. Cuándo estaremos preparados para ser sinceros y aceptar la dura realidad de que el ciclo natural se repite, pero ahora con los papeles cambiados. Esas líneas que una vez se marcaron son tan imaginarias como las tres sombras, que se desvanecieron tan pronto como emboqué la oscura calle que muere en casa.
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