SaudadesCosmovisionesEl Continuo Devenir de las Cosas : PANTA REI

22 septiembre 2009

Saudades


As Águas do Mundo

Aí está ele, o mar, a mais ininteligível das existências não humanas. E aqui está a mulher, de pé na praia, o mais ininteligível dos seres vivos. Como o ser humano fez um dia uma pergunta sobre si mesmo, tornou-se o mais ininteligível dos seres vivos. Ela e o mar.
Só poderia haver um encontro de seus mistérios se um se entregasse ao outro: a entrega de dois mundos incognoscíveis feita com a confiança com que se entregariam duas compreensões.

Ela olha o mar, é o que pode fazer. Ele só lhe é delimitado pela linha do horizonte, isto é, pela sua incapacidade humana de ver a curvatura da terra. São seis horas da manhã. Só um cão livre hesita na praia, um cão negro. Por que é que um cão é tão livre? Porque ele é o mistério vivo que não se indaga. A mulher hesita porque vai entrar.

Seu corpo se consola com sua própria exigüidade em relação à vastidão do mar porque é a exigüidade do corpo que o permite manter-se quente e é essa exigüidade que a torna pobre e livre gente, com sua parte de liberdade de cão nas areias. Esse corpo entrará no ilimitado frio que sem raiva ruge no silêncio das seis horas. A mulher não está sabendo: mas está cumprindo uma coragem. Com a praia vazia nessa hora da manhã, ela não tem o exemplo de outros humanos que transformam a entrada no mar em simples jogo leviano de viver. Ela está sozinha. O mar salgado não é sozinho porque é salgado e grande, e isso é uma realização. Nessa hora ela se conhece menos ainda do que conhece o mar. Sua coragem é a de, não se conhecendo, no entanto prosseguir. É fatal não se conhecer, e não se conhecer exige coragem.

Vai entrando. A água salgada é de um frio que lhe arrepia em ritual as pernas. Mas uma alegria fatal -- a alegria é uma fatalidade -- já a tomou, embora nem lhe ocorra sorrir. Pelo contrário, está muito séria. O cheiro é de uma maresia tonteante que a desperta de seus mais adormecidos sonos seculares. E agora ela está alerta, mesmo sem pensar, como um caçador está alerta sem pensar. A mulher é agora uma compacta e uma leve e uma aguda -- e abre caminho na gelidez que, líquida, se opõe a ela, e no entanto a deixa entrar, como no amor em que a oposição pode ser um pedido.

O caminho lento aumenta sua coragem secreta. E de repente ela se deixa cobrir pela primeira onda. O sal, o iodo, tudo líquido, deixam-na por uns instantes cega, toda escorrendo -- espantada de pé, fertilizada.

Agora o frio se transforma em frígido. Avançando, ela abre o mar pelo meio. Já não precisa da coragem, agora já é antiga no ritual. Abaixa a cabeça dentro do brilho do mar, e retira uma cabeleira que sai escorrendo toda sobre os olhos salgados que ardem. Brinca com a mão na água, pausada, os cabelos ao sol quase imediatamente já estão se endurecendo de sal. Com a concha das mãos faz o que sempre fez no mar, e com altivez dos que nunca darão explicação nem a eles mesmos: com a concha das mãos cheia de água, bebe em goles grandes, bons.

E era isso o que lhe estava faltando: o mar por dentro como o líquido espesso de um homem. Agora ela está toda igual a si mesma. A garganta alimentada se constringe pelo sal, os olhos avermelham-se pelo sal secado pelo sol, as ondas suaves lhe batem e voltam pois ela é um anteparo compacto.

Mergulha de novo, de novo bebe mais água, agora sem sofreguidão pois não precisa mais. Ela é a amante que sabe que terá tudo de novo. O sol se abre mais e arrepia-a ao secá-la, ela mergulha de novo: está cada vez menos sôfrega e menos aguda. Agora sabe o que quer. Quer ficar de pé parada no mar. Assim fica, pois. Como contra os costados de um navio, a água bate, volta, bate. A mulher não recebe transmissões. Não precisa de comunicação.
Depois caminha dentro da água de volta à praia. Não está caminhando sobre as águas -- ah nunca faria isso depois que há milênios já andaram sobre as águas -- mas ninguém lhe tira isso: caminhar dentro das águas. Às vezes o mar lhe opõe resistência puxando-a com força para trás, mas então a proa da mulher avança um pouco mais dura e áspera.

E agora pisa na areia. Sabe que está brilhando de água, e sal e sol. Mesmo que o esqueça daqui a uns minutos, nunca poderá perder tudo isso. E sabe de algum modo obscuro que seus cabelos escorridos são de náufrago. Porque sabe - sabe que fez um perigo. Um perigo tão antigo quanto o ser humano.


Traducción al castellano

Clarice Lispector
Uma Aprendizagem ou O Livro dos Prazeres; & Felicidade Clandestina (1971)

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14 septiembre 2009

Cosmovisiones

Sentados en la baranda hablábamos reposadamente de las distintas visiones de la muerte existentes en Angola. Tras llegar a su casa, el compañero Batuque nos recibía por segundo día consecutivo en el abarrotado patio trasero. El entierro de su pequeña había sido tan sólo unas horas atrás.

El ritual era el siguiente. Entre idas y venidas atendiendo a las necesidades de los asistentes al óbito, él iba sentándose y conversando con cada uno de los grupos formados a lo ancho del patio. A nosotros (a Daniel, a Marcelino y a mí) nos hacía un pequeño briefing de la velada, un pequeño programa del entierro. Para un extraño en la materia como yo (un blanquito, un pula, el único allí) la explicación le sonaba a revelación, como parte de un lección de antropología, mientras que a Daniel y a Marcelino (ambos Angolanos, aunque de la etnia Nyanyeca-Humbi y no de la Ovimbundu, como Batuque) era un refresco para la memoria, una actualización.

Nosotros allí en Benguela, nosotros los Ovimbundu, conmemoramos al difunto durante siete días, hasta llegar de nuevo a la fecha en que nuestro ser querido nos dejó. Sólo al octavo día la gente vuelve para sus casas. Todo inicia con la difusión de la noticia. Desde ahí, las personas se movilizan para llegar hasta la casa del difunto. Hay gente que viene de Luanda, otros de Benguela, otros de Huambo y Bié y muchos más de la casa de al lado o del pueblo vecino. La gente puede tardar hasta tres días en llegar y es precisamente por eso que el óbito dura siete días, pues todos tienen que poder llegar a tiempo.

Ayer por la tarde, unas horas después del fallecimiento, veíamos llegar a los primeros allegados. Mientras, en el patio de la casa todo estaba ya preparado para acoger a los recién llegados. Grandes troncos de madera empezaban a arder en una hoguera, y lo seguirían haciendo hasta justo el último día del óbito. Una ristra de bancos (por su forma, seguramente prestados por la parroquia) se alineaban cerca del fuego, preparados para acomodar a las personas. Por una ventana abierta salían los cantos de las mujeres velando el cuerpo. La caja abierta con el cuerpo se pone siempre encima de la mesa de la sala, me dice Daniel. Un grupo de mujeres molían maíz para hacer fungi y azuzaban el fuego, preparando el avituallamiento para el personal. Grandes ollas esperaban cerca de la lumbre. Tío Batuque, tenemos que ir a recoger una olla a casa de la tía, le decía una sobrina. Yo tengo el coche ahí fuera si necesitas un apoyo, contesté yo. Al minuto, salía en dirección a la plaza del pueblo con el coche cargado con diez personas más, además de mí. Aunque no sabía de dónde habían salido todas ellas (pues juraría que en el óbito aun no tenía tanta gente), había cometido el error de no recordar que aquí en Angola cuando hay boleia te salen amigos por todas partes. Fue así que llegamos a la plaza y todos se bajaron para perderse entre los callejones del barrio. Al rato volvieron las dos sobrinas con la grande olla y nos dirigimos de nuevo hacia el óbito.

Un altavoz del tamaño de una lavadora (cosa más que común por aquí, pues un buen y potente altavoz nunca falta en ningún evento que se precie) se encontraba a la entrada de la casa. Le pregunté medio en broma si es que iban a poner Kizomba. Batuque me explicó que antiguamente eran las mujeres que cantaban músicas religiosas durante toda la noche, pero que con los nuevos tiempos es más cómodo poner un CD (una verdad aplastante, por otra parte). Las ollas empezaban a hervir, mientras, los asistentes iban llegando. Ataviados con chaquetas y ropa de abrigo, traían sus mochilas con mantas y todo lo necesario para pasar la noche en aquel frío patio a cielo abierto y, muchos de ellos, también los abrasadores días. El patio de la casa se preparaba para convertirse en campamento temporal. Siempre que en las comunidades donde trabajamos miraba extrañado a gente que cargaban con bolsas y mochilas, Daniel me decía que iban para un óbito. Y yo no acababa de entender cómo él conseguía distinguir entre los que iban al óbito y las que iban, no sé, a la plaza a comprar o a la ciudad. Ayer por la tarde lo confirmé, pero aun así supongo que existe un cierto patrón, que aun no he conseguido descubrir, para saber los destinos de esas personas. No había niños por ningún lado. Normalmente los niños son “transferidos” hacia casas de familiares o amigos, me aclaraban.

Hoy, acababa de llegar un grupo de familiares de Luanda. Tengo un equipo de familiares que están discutiendo sobre la organización del óbito, nos decía Batuque. Me atrevo a decir que la cuestión del protocolo y del respeto por las tradiciones y la cultura son de tanta importancia para organizar un “buen óbito”, que por eso tiene comité organizador. Bueno, y porque la organización logística para alimentar y acoger a esa alargada y casi inacabable “familia extendida” africana no es nada fácil, ni económicamente ni logísticamente. Esa es una de las razones por las que sólo entrar en la casa, el allegado tiene un cuaderno en el que escribir cuál ha sido su contribución al evento: 500 Kwanzas, un Kg. de azúcar, un saco de 25 Kgs de maíz, un litro de aceite, un saco de patatas etc.

Al hilo de lo que iba diciendo, realmente existen “buenos” y “malos” óbitos, pues ésta es una ocasión especial en la que se puede comer y beber “por la cara” durante una semana. Y no es exageración ni escarnio. Hay que pensar que, sobre todo en las zonas rurales, la gente muchas veces sólo hace una comida al día, y que cuando llegan a un óbito tienen hasta tres, sin que eso pueda usarse como motivo de recriminación, pues es una obligación de la familia anfitriona. Así, en todas las conversas de pasillo por aquí, uno siempre oye algún comentario del óbito de fulanito o de menganito, que si faltaba fungi, que si no había sitio para descansar, que si no había bebida… Así, el óbito es realmente un rito fatigante desde el punto de vista organizativo, a lo que se le ha de sumar la fatiga mental, emocional y espiritual.

Hay que decir que el óbito está más concurrido durante la noche que durante el día, pues la mayor parte de las personas venidas de las cercanías vuelve a sus quehaceres cotidianos tan pronto amanece. Todos menos la familia directa, pues si alguno de ellos abandonara el óbito para ir a trabajar (ya sea en su huerta, como en cualquier otra actividad) automáticamente comenzarían los rumores de que está maldecido (está enfeitiçado) y cosas muy malas le van a ocurrir.

Nos explicaba Batuque que a partir del tercer día acaba el lloro y comienza la celebración, cuya transición se hace con una gran comida. A partir de entonces, se canta, se baila y se anima al espíritu: se olvida la pena. Y es que al final de cuentas, el óbito no es más que una forma de no dejar nunca sola a la familia, de tener movimiento en la casa para no sentir el vacío dejado por el difunto. Cualquiera concordará conmigo en que el objetivo realmente se consigue, y con creces.

La celebración continúa hasta el séptimo y último día. En ese día, se conmemora al difunto de forma más intensa. Por norma, el rito presupone que se recuerde aquella que era la actividad que éste desempeñaba en su vida diaria. Si era agricultor (como ocurre en la mayoría de los casos), entonces la familia tiene que ir hasta su campo y recoger una muestra de lo que cultivaba (maíz, calabaza, sorgo, etc.) para compartirla con todos los asistentes. Si, por ejemplo, el fallecido era ganadero, entonces se mata una cabeza o las que haga falta. En los casos en que el fallecido es un Soba (un líder tradicional) se llegan a matar hasta diez cabezas de ganado y el óbito dura hasta tres semanas, durante las cuales siempre hay gente entrando y saliendo de la casa. Si, como en este caso, fuera un niño simplemente se preparaba una comida, sin más.

Es al final del séptimo día cuando los familiares más allegados realizan el rito de la komba, término umbundu que quiere decir barrer. El punto culminante del óbito es éste, cuando se barren las cenizas del fuego que ardió durante toda la semana y que dio calor a los más allegados, el fuego con el que se cocinó y se dio de comer a todos los asistentes. Se barren las cenizas y se apaga el fuego. La pena que duró tres días se ha dejado de lado tras otros cuatro días de celebración.

Nos explicaba Daniel que en la zona de la Lunda Norte (que hace frontera con la R.D. del Congo), antiguamente existía una tradición un tanto particular entre las etnias Nganguela y Kikongo a la hora del anuncio de la muerte de una mujer. Cuando moría la mujer, el marido tenía que ir a anunciarlo a casa de la familia de ella. Lo curioso era que el anuncio tenía que hacerse desde el punto más alto que se encontrara cerca de la casa. Un árbol podía ser más que válido, un montículo o un tejado aceptables. Tras gritar la mala noticia, automáticamente la familia de la mujer salía como una barahúnda detrás del afligido marido, le daban caza hasta alcanzarlo y, si eso ocurría, se enzarzaban en una lucha con él y con su familia (que normalmente se encontraban cerca dando “cobertura” al hombre, en previsión del inevitable desenlace). Esa ira venía provocada por la creencia de que algun feitiço o alguna cosa malvada había tenido que hacer el marido para permitir que su mujer muriera antes que él. La lógica de esta creencia es bien simple: en la cultura africana es muy común que a la hora de dormir el marido sea siempre el que duerme más cerca de la puerta, mientras que la mujer duerme entre el marido y la pared, teniendo al hombre como parapeto. La lógica es bien funcional, pues en términos de seguridad el marido es el protector y la mujer la protegida si alguien, o algo, entrara por la puerta. Desde ese punto de vista, la familia de la malograda se preguntaba cómo podía ser que, si el marido realmente dormía entre la puerta y la mujer, la enfermedad o el feitiço pudieran haber entrado en la casa, hubieran saltado al marido sin hacerle nada (cosa más que improbable, pues lo más lógico es que la enfermedad y el feitiço ataquen antes al primero que se encuentran, que es el marido, y no tener que continuar hasta la mujer que yace plácidamente resguardada cerca de la pared). Siendo así, el marido habría incurrido en un grave error dejando desprotegida a la difunta (pues seguramente, pensaba la familia de la víctima, éste estaba fuera de casa aquella noche, en casa de la otra mujer e incumpliendo con sus responsabilidades conyugales) y teniendo que asumir su culpa a base de mamporros. Afortunadamente, pasada la confusión inicial, comenzaban los preparativos para el óbito.

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13 septiembre 2009

El Continuo Devenir de las Cosas

Tengo 30 años y a lo largo de toda mi vida no habré asistido a más de diez funerales.

En esto de la cooperación internacional estamos bien acostumbrados a recurrir constantemente a estadísticas e informes para mostrar la realidad de los contextos en los que trabajamos. Desafortunadamente, los números siempre se quedan en la abstracción y vagamente nos conectan con la realidad.

Pues bien, la tasa de mortalidad es una de esas variables con las que tanto nos gusta jugar. Sin embargo, para (de)mostrar esa relación entre un número abstracto y el sufrimiento real, basta con pasar una breve temporada en un país africano cualquiera. Pongamos por ejemplo, Angola.

Hace dos días estaba en una boda, comiendo, bebiendo, cantando, bailando y riendo. Hoy, estaba en un funeral, también comiendo, bebiendo y cantando, pero ahora sin baile y con algunas risas menos.

En Angola la muerte es algo palpable, algo que ocurre a cada momento y que afecta con demasiada frecuencia a cada individuo. Aquí, los funerales (óbitos, en portugués) son la segunda causa de absentismo laboral, la primera, evidentemente, son las enfermedades (o “incomodidades”, como dicen por aquí: oi chefe, hoje não vou poder ir a trabalhar, pois estou incomodado). Para un neoliberal ésta es una de sus peores pesadillas, pues los óbitos duran entre dos días y una semana, lo que supone un duro golpe para la productividad del país. Me extraña que a nadie de la OMC, del BM o del FMI se le haya ocurrido aún proponer la abolición de los óbitos en los países menos desarrollados.

Esta tarde, sentado allí en el patio de la casa del compañero Batuque, intentaba averiguar el intríngulis del rito y lo comparaba con nuestra tradición allí en la península. Mi conclusión: la muerte se lleva aquí con mucha más calma, menos dramatismo, más relativismo y más resignación. Todos podemos hacer un rápido ejercicio mental para darnos cuenta de lo enormemente dramáticos que somos los españoles (lo que, seguramente, podría hacerse extensible a todos aquellos países que ocupan los primeros puestos en esas listas de estadísticas, precisamente por registrar sus valores mínimos en relación a algunas tasas, como la de mortalidad) respecto a la muerte: intentad contar el número de funerales a los que habéis asistido a lo largo de vuestra vida o de las muertes de personas cercanas que os han afectado (excluyendo el apartado de sucesos de los noticiarios, claro); seguramente el resultado no será muy distinto del mío (aunque todo dependerá de vuestra edad). Ahora, reflexionando sobre la realidad angoleña. Un ejemplo ilustrativo: la mayoría de actividades que realizamos aquí en la FAO con las comunidades rurales siempre ven mermada su participación por causa de uno u otro entierro, y a veces por más de uno a la vez. Casi siempre nos hemos topado que en alguna comunidad vecina o en la propia ha habido alguna muerte a cuyo funeral los beneficiarios tenían que asistir. Puede parecer que la mayor mortalidad se da en el ámbito rural, pero la situación se repite en la ciudad en igual o mayor medida.

La cuestión era que esta vez la guadaña se había cebado con una pequeña de un año y medio. Vómitos y diarreas durante una semana habían conducido al fatal desenlace. El diagnóstico era más que incierto: creemos que ha sido el cambio de agua o de temperatura entre Lubango y Benguela, pero no sabemos. La incertidumbre siempre es la respuesta de los médicos. Los malos diagnósticos y la falta de tratamiento (o, simplemente, uno inadecuado) se han llevado ya a muchos angoleños. Nadie pide responsabilidades ni busca culpables. La pérdida es asumida con dignidad y resignación, como ya se hizo en el pasado y como se tendrá que continuar haciendo en el futuro. La realidad de las estadísticas se traduce así de esta forma en estas gentes resignadas a continuar con el imparable ciclo de la vida.

Lo que más me admira de estas gentes es su fuerza y su dignidad. ¿Alguien se puede imaginar el dramatismo de la repentina muerte de una hija de tan solo un año y medio? ¿Los lloros y las lágrimas de los más allegados? ¿Las recriminaciones a médicos y hospitales por no saber qué le pasaba a nuestra pequeña? ¿El duro futuro al que se enfrentan sus padres y familiares? Quién sabe si es debido a los 30 años de guerra, muerte y destrucción que se vivieron en Angola, o si es la consecuencia de la fe inculcada por la religión foránea y socializadora, o si, simplemente, debido a la falta de alternativa y de escapatoria de esta realidad, pero la verdad es que estas gentes asumen de una forma mucho más entera y menos apocalíptica de lo hacen nuestras sociedades más al norte.

No sé, vamos ver mañana. Por lo pronto, a lo largo de toda esta noche el óbito continúa allí, en el patio de la casa, alrededor de un gran fuego, de un plato de comida y de una bebida y al sonido de los cantos de las mujeres. Aun a pesar del frío de la noche, creo que continúa siendo un ambiente mucho más cálido y acogedor que los fríos y asfixiantes tanatorios que he conocido hasta ahora. Quizás deberíamos cambiar de nuevo las vitrinas de cristal del tanatorio por la cama del desaparecid@, quizás deberíamos volver a la vieja usanza, a un pasado, por otra parte, no muy lejano.

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